El Niño que amaba a los Arboles

Un niño amaba los árboles, y mientras pudo se abrazaba fuertemente a ellos como queriéndose fundir en ellos.

Ahora muere en una blanca y pulcra sala de hospital. Entre los tubos mira a sus padres y señala su último deseo. 

Todos callan en tristeza insondable. El niño quiere tocar una vez más aquella encina que se encuentra en el parque cercano al hospital, cerca muy cerca, pero lejos, muy lejos, para el pequeño que agoniza.

Vemos esta encina centenaria con robustos brazos apuntando al infinito. Acercamos nuestra vista a aquel portentoso y rugoso tronco. Contemplamos las huellas de los años, las profundidades de sus surcos.

Aparece una pequeña mano acercándose temblorosa. Esta mano se apoya reverencialmente en la madera olorosa, impregnada de otoño.

Se oye apenas el susurro del viento entre sus ramas. Se escuchan apenas las pisadas que hacen crujir las hojas pardas.

Se ve la otra mano que se extiende y estrecha una mano más fuerte, y esa mano hermana aferrando a otra, y a otra, y a otra...

El niño no se ha levantado.

 

Muere en un susurro mientras estrecha la mano de su madre. Pero hay sonrisas, a pesar de las lágrimas, pues el niño cumplió su deseo, esa larga fila de amigos y familiares lograron en una larga fila tocar y abrazar al árbol que tanto amaba. Vemos en un breve instante todos esos ojos, todas esas miradas…por aquellos corredores…por aquel sendero.

Fue como si la humanidad entera se abrazara fuerte a la naturaleza. 

Fue el nacimiento de un nuevo amor, gran amor.

¿Quién dice que todo muere al morir?

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